Hay lugares que tienen una magia especial que hace que uno no pueda ni deba, jamás, dejar pasar la oportunidad de conocerlos. No sólo porque no se sabe si alguna vez podremos volver, sino porque nada nos garantiza si ese lugar existirá cuando volvamos. Esta es una de esas historias.
De todas las formas de perderse, pocas pueden ser más lindas que aquellas en las que se combinan varios elementos que nos agradan mucho. Supongamos mi caso: una ciudad de la se conoce poco, le sumamos unos libros, mucha música y el escenario de la noche.
Una vez me contaron que Buenos Aires era una ciudad que no dormía. Que cuando yo era chico la avidez cultural llevaba a que la Avenida Corrientes tuviera todas sus librerías y disquerías abiertas durante la noche junto a los teatros y los bares. Ese mundo no lo conocí. Puede ser un mito o algo que ya no existe. Sí viví una movida cultural que derivó en un festival llamado Buenos Aires No Duerme, en el que, valga la redundancia, no dormíamos. O lo hacíamos en sillones tipo puf para horror de padres a quienes mentíamos.
Una canción que se escuchaba mucho en casa rezaba que “las luces se encienden en Calle Corrientes” y cerraba con un “fin de la noche: moscato, pizza y fainá”. Es obvio que el final de la noche es cuando el sol asoma. ¿A dónde había ido a parar ese lugar de librerías para vampiros?
Sin embargo, al otro extremo del planeta pude vivir la experiencia que mi ciudad ya no puede darme ni en la Noche de las Disquerías: que algo que se llama “de noche” dure, precisamente, toda la noche.
Llevaba menos de 24 horas en Taipei cuando me di cuenta de que la capital de Taiwán realmente merece el título de Ciudad que No Duerme. No importa la hora, algo estará abierto. Y por algo me refiero a algo interesante: un bar bonito, un antro, un restaurante con la cocina siempre abierta, almacenes polirrubros y mil mercados de abastecimiento de esos que dejan a cualquier “Barrio Chino” del tamaño de una edición de Lego. Pero, quizá, lo que más llamó mi atención en medio del combo de sorpresas fue saber que estaba en la ciudad en la que se encuentra la librería y disquería que nunca, nunca jamás, cierra sus puertas. Sí, queridos, una librería y disquería 24 horas: Eslite Dunnan Store.
Y recién era lunes.
Pasaré por alto la obviedad de que me agarró algún que otro pico de ansiedad a lo largo de toda la semana. Podría haber ido cualquier día. Bueno, cualquier noche, en realidad. Pero quería una experiencia extrema y nada más extremo para un comercio que ingresar cuando se convierte en una princesa de zapatos de cristal sin una calabaza a la vista.
En Taiwán las semanas comienzan los domingos, como lo indica el calendario. El día de cerrar más temprano es el viernes y la jornada habitual de cierres comerciales es el sábado. El resto de la semana, todo está abierto hasta la medianoche. Por ende, ¿cuál sería el horario más extremo para visitar una librería disquería abierta las 24 horas? En la madrugada entre el sábado y el domingo.
Así fue que luego de cenar cambié mis zapatillas, tomé un paraguas y salí a perderme de noche, bajo la lluvia, por las calles de Taipei, desde Zhongshan North Road hacia el paquete Este de la ciudad. La lluvia no impidió que la gente saliera a la calle a disfrutar de la noche, con todos los comercios abarrotados de personas de todas las edades. La única contra del clima, más allá de la humedad creciente en las pantorrillas, es la iluminación.
El día en la madrugada
El taiwanés tiene fascinación por las luces en cualquier lugar que pueda colocarse una. El agua no es un buen maridaje para las avenidas estridentes y los árboles vestidos de luces desde la raíz hasta la copa. El reflejo en el asfalto habría justificado el uso de lentes de sol si esto no hubiera implicado un accidente mayor. Sin embargo, detenerse en una esquina y contemplar el paisaje sin saber donde comienza el suelo y dónde las construcciones, es un lujo que solo puede darnos el mar. Y Taipei.
Dunnan cumple con todos los requisitos de lo que esperamos de un barrio hermoso. Amplios bulevares, edificios arquitectónicamente familiares para el ojo occidental, y hermosas tiendas. Allí finalmente llegué, pero mi reloj marcaba que recién eran las 22.00 horas. En Buenos Aires eran las 10 de la mañana, en Europa ya habían almorzado. Y yo estaba allí, a la búsqueda de una cafetería para hacer tiempo. No quería entrar a la librería hasta que la experiencia fuera aún más especial.
Cuando a la 1 a.m. la camarera me invita amablemente a pagar el café, supuse que ya era un horario prudente. Ingresar al Eslite Dunnan Store me asustó. Supuse que era solo una libería y disquería y me encontré con un bazar top. Comienzo a subir las escaleras mecánicas y siguen los comercios. Otro piso más y encuentro una cafetería. Puteo por la cantidad de agua que me habría ahorrado, pero continúo mi escalada a la espera de no haberme equivocado, de haber leído bien, de haber preguntado de forma correcta. Otro piso más y una librería infantil. Cerrada. Inmensa, pero cerrada. Bajo a la cafetería, pregunto con mi mejor cara de “piedad, por favor”. Amablemente me indican que es aún más arriba.
Y allí estaba. Dos inmensas plantas de libros. Gigantes, abarrotadas de libros, inundada de gente en la madrugada de un fin de semana. ¿Qué se puede encontrar? Lo que quieran. ¿En qué idioma? Chino, japonés, coreano, inglés y, en menor medida, español.
Luego de perderme entre los exhibidores como si fuera la biblioteca veneciana de Más allá de los Sueños, decido que ya es hora de sumergirme en un mundo aún más abstracto: la disquería. Y allí estaba en otro piso. Y otro piso. Dos plantas enteras de 400 metros cuadrados cada una. Repletas de discos. Repletas. La experiencia deja a cualquiera pequeñito y ya no hablo de horarios. Todos y cada uno de los discos exhibidos eran unitarios. O sea: un solo disco por título. Uno tomaba el que quería y automáticamente aparecía un muchacho a reponerlo.
Quisiera no tener que reiterar el concepto, pero aún siento que lo soñé: no eran casi mil metros cuadrados de discos apilados de a diez ejemplares por título sino que cada disco era un título. La abundancia de cada título estaba en el depósito. Hablamos de un catálogo de cinco cifras de discos compactos y vinilos, box set, ediciones especiales, conciertos, ediciones limitadas, rarezas por doquier. Hasta encontré un gran desaparecido: auriculares para probar música.
No sé si es Baires o Taipei
Allí, en ese mismo lugar, ocurrió una conversación increíble. Para comenzar, cabe aclarar que en Taipei el inglés es hablado con notable fluidez por cualquiera que tenga menos de cuarenta años gracias a una política educativa que elevó la vara de lo que se considera “aprender un idioma” en el ciclo educativo ordinario. Pero, por otro lado, es difícil de explicar la cantidad de personas que encontrarán que hablan castellano. Pero no cualquier castellano: uno más porteño que un embotellamiento en la 9 de Julio.
Muchos taiwaneses nacieron en Buenos Aires. O vivieron en algún momento en Buenos Aires. O viajan seguido a Buenos Aires a visitar parientes de cuando a la Argentina llegó una oleada de chinos provenientes del pequeño país. Al día de hoy todos los porteños hemos conocido algo de esa cultura sin saber que estábamos en un barrio taiwanés: el Barrio Chino de Belgrano.
Al pasar por la caja le pregunto al vendedor por un temita en los precios. El disco doble de Stevie Wonder, Songs in the Key of Life, lo había visto en el HMV de Londres al equivalente de 40 dólares norteamericanos. En Taipei, en una disquería 24 horas, a miles de kilómetros de Londres y otros tantos de cualquier fábrica de vinilos, el ejemplar costaba el equivalente a 40 dólares norteamericanos.
Con temor a llevarme algo que no pudiera cambiar desde la otra punta –literal– del mapa, consulté por la posibilidad de un error. En un correctísimo inglés, el cajero me pregunta por mi procedencia. “El acento te vendió, o sos tano o porteño”, me dijo el ex habitante del barrio de Flores.
Como quien no quiere la cosa nos pusimos a conversar de la protección y fomento cultural de la Isla. Todavía no había visitado el otro piso de la disquería cuando me entero que está íntegramente habitado por publicaciones de música clásica. Artistas de todas partes del mundo y, fundamentalmente, de Taiwán, donde la música clásica representa un tercio de las ventas discográficas.
Debería saberlo para ese entonces. Mi primera noche en Taipéi me llevé puesto un teatro de Ópera europeo. Es como si alguien se hubiera puesto a jugar al Sim City y desplazase una edificación de Praga para arrojarla en el sudeste asiático. Tan solo un día antes de mi visita al Eslite había estado en la ciudad de Taichung, donde se encuentra el teatro nacional Ópera Metropolitana. Un Festival Internacional de Música de Beigang, la Asociación Filarmónica de Beigang y un teatro de 57.685 metros cuadrados construidos en este siglo que quedan para otra extravío.
Pero volvamos a mi disco de Stevie Wonder. Y al de Aerosmith. Y al de Madonna, el de Bowie y el de McCartney. Salen lo mismo que en Londres porque están exentos de impuestos para impulsar, precisamente, el consumo cultural.
Habría sido capaz de dejar mis dos riñones si es que me lo hubieran aceptado como método de pago para llevarme todo lo que ví, pero el problema no era tanto el costo. En comparativa, cuestan un tercio que en casi toda América Latina y algunas ediciones son inconseguibles incluso en Europa o Estados Unidos. El problema radicaba en cómo conseguía un container para despachar todo lo que deseaba.
Finalmente me retiré con mi compra luego de que el estómago me recordara que estaba pronto a amanecer. Aún llovía en Dunnan cuando emprendo la vuelta. En un Seven Eleven de parada táctica, el cajero me comenta algo sobre mi bolsa de discos. Le cuento que estaba fascinado con la idea de conocer un lugar 24 horas. Como quien no quiere la cosa, me sugiere que no me vaya de su país sin visitar las disquerías de los mercados. Al mejor estilo de las del Soho londinense, tienen batea tras batea de discos para hacer samplers y versiones extendidas.
Habría ido en ese mismo instante, pero ya comenzaba a clarear sobre Taipéi. Creo que no hace falta aclarar que fui ni bien pude, pero es parte de otra historia.
Solo dos meses después de haber pisado esos inmensos pisos de cultura para el empacho, el Eslite Dunnan Store cerró sus puertas para siempre. No, no fue la pandemia, sino el fin de una concesión. Intentaron con cambiarle el horario a otra sucursal, pero ahí sí entró la pandemia en formato de ausencia completa de turismo. ¿Quién iría en esos horarios si no fuera para vivir una experiencia distinta? ¿Acaso lo haríamos si lo tuviéramos en nuestra ciudad? Yo sí, pero ¿cuántos más?
Hay otras sucursales que cierran sus puertas bien entrada la madrugada, pero ya no existe dónde quedarse hasta que amanezca. Solo para saber qué se siente. Porque sí.
Por suerte, no sólo tengo registro fotográfico y en video de lo que fue mi paraíso terrenal por una noche. Hay un libro de Sanmao en mi biblioteca que con solo mirarlo me recordará de dónde viene. Sobre todo porque elegí la versión china. Y hay unas cuantas canciones que, desde entonces, me trasladan geográficamente cada vez que las escucho.
Y vuelvo a perderme.
Gracias por haber leído.