Una palabra. “Contrariado” podría ser la palabra que mejor me defina en la actualidad. Quizá debería utilizar “frustración”, en el sentido más intrínseco de su etimología, cuando algo que uno pensaba de determinada manera, termina siendo frustrado por factores externos, imprevistos y, por ende, inmanejables.
Hablar de salud mental no es fácil, está claro por la inmensa cantidad de personas que reclaman que se hable de ella, un monto que es inversamente proporcional al número de personas con intenciones de hacerlo. Y es ahí donde la palabra “frustración” deviene en un sentimiento personal: contrariado. ¿Por qué? Bueno, porque desde 2013 que mi mundo es el de los medios de comunicación.
La normalidad indica que no me siento conforme con nada de lo que hago. Como toda normalidad, esta regla tiene excepciones. Curiosamente, he notado que las cosas que me han llenado de satisfacción y me han hecho sentir algo cercano a la comodidad del trabajo bien realizado, han sido notas que realicé de forma gratuita, que nadie me pidió, que no estaban en la obligación de mi contrato laboral. No los considero ni favores: una persona desea contar una historia, un medio accede a publicarla. Win-win.
También hace bastantes años que largué la relación de dependencia con una editorial. En noviembre serán siete años, para ser más precisos. Sí, soy un delirante que renunció a la planta permanente del Estado y también a un empleo en relación de dependencia. Me quedé en el mundo del monotributista y tardé muy poquito en entender que nadie es su propio jefe, sino su propio empleado.
Hasta ahí, nada que sorprenda. Pero por mi configuración personal, mi seteo mental, me frustro fácil y duro. Cualquier contratiempo, cualquier cambio de planes repentino puede arruinarme el ánimo.
Caminar la depresión es hacerlo por una ruta que a veces está asfaltada, pero mayormente es un empedrado y cada tanto aparece un camino de ripio con curvas y contracurvas. Me causa gracia cuando se utiliza la palabra “banquina” como sinónimo de estar al borde de algo. Acá no hay banquinas. En su lugar, el camino está flanqueado por lodazales de los que cuesta –y mucho– salir.
En momentos de asfalto, estamos más fuertes para resistir cualquier contrariedad. Por ejemplo: soy una persona extremadamente puntual, a niveles obsesivos. No me comprometo con cosas a las que no tenga la garantía de llegar a horario. Incluso si llego temprano, hago tiempo en la zona para hacer mi arribo a la hora pactada. En base a esto, se imaginarán que uno espera lo mismo. Y es un grave error tener esa esperanza al vivir en una ciudad. Cualquier cosa puede generar un contratiempo. Pero si tengo un cambio repentino en mi hoja de ruta, me frustro. Si la frustración llega en un momento en el que circulo por la senda del ripio, caigo en el lodazal.
Tan simple como eso. Una boludez, cualquier cosa que en cualquier otro día hubiera finalizado en un “pucha, qué macana”, en una jornada de ripio puede derivar en un despiste total y sus consecuencias, que nunca son leves ni amables.
Escribir es lo que más me gusta y donde más cómodo me siento. Es una gran mentira suponer que la gente ya no lee, eso lo sabemos todos, que vivimos leyendo hasta cuando nos comunicamos por mensajes. Incluso en cualquier era dorada de la literatura de antaño, había menos lectores que ahora por una sencilla razón: el analfabetismo. Desde ese punto de vista, no podría quejarme sobre el auge de la micro comunicación audiovisual de consumo efímero, urgente y liviano.
Y como escribir es lo más lindo del mundo, hacer un libro es un camino sublime en el que siento que mi cabeza puede llegar a explotar de la cantidad de ideas que quiero transmitir. Los órdenes se modifican a medida que las ideas salen, miles terminan por ser descartadas a pesar de haber sido desarrolladas, todo comienza a ordenarse, a someterse a otros ojos, a perfeccionarse hasta que, en algún punto, alguien me dice “listo, aflojale a las teclas”. Por suerte. Si fuera por mí, ningún libro terminaría jamás.
Ahora, cuando abrí la puerta a mi diario, permití que cualquiera, en cualquier momento de aquí en más, pueda tener un acceso a mis pensamientos más oscuros. A veces siento que habría tenido menos miedo en sacarme una foto desnudo que al contar las cosas que conté. ¿Por qué lo hice? Muchos me agradecen la valentía. Yo contesto que no hay que confundir valentía con imprudencia. Un poco en broma, pero bastante en serio. No medí las consecuencias y espero que no hayan sido demasiadas para mí.
Luego de la salida a la venta del libro, de todas las hermosas y reconfortantes fotos que me enviaron con el libro en sus manos, llegó la presentación. No sé si se puede dimensionar lo que se pone en juego con la privacidad y la salud mental que a mi familia le pedí que no estuviera presente aquel día. Hay cosas de mi vida que mis padres se enterarán a través del libro, si es que incumplen el pedido que les hice y lo leen de todos modos. Y son mis padres. A ese nivel de apertura llegué: contar cosas que ni mis padres sabían.
Es mi tercer libro, por lo cual hay una sensación que se hizo presente a lo largo de la presentación: saber que terminaba el camino. La presentación del libro es como la inauguración de la Exposición Rural de Palermo, que se realiza cuando la feria ya lleva varios días abierta. Es la previa a la presentación en la que se juegan entrevistas, se envían los libros de prensa para tentar a productores o colegas a que realicen entrevistas y se busca la mayor difusión posible.
Yo me preparé lo mejor que pude para un momento que a cualquier persona le podría resultar muy tenso, y no soy la excepción. Me refiero a tener que hablar sobre mi salud mental ante otras personas con una infinita posibilidad de testigos, que podemos llamar radioescuchas, televidentes, lectores o como sea que nos llamemos los consumidores de podcasts. Por preparación me refiero a que la escritura del libro fue tema de conversación en cada sesión con mi psiquiatra y en cada sesión de terapia. Pero esa preparación, esa tensión previa, tuvo una hermosa repercusión entre tantos lectores que me conmovió y aún lo hacer. Y esa tensión no tuvo correlación en otro aspecto. El libro no captó la atención de los colegas a los que se les envió la primera tanda de “cortesías”, con una sola excepción: Carolina Amoroso.
También me entrevistaron Ramón Indart, Maximiliano Sardi y Silvia Mercado, a quienes el libro debe haberles llamado la atención por otros motivos. Supongo, que no les pregunté, pero da la casualidad que conozco a todos ellos desde hace muchos años. Ninguno de ellos tres estaban en el listado de doce personas a quienes envié el texto. De doce, una me llamó para entrevistarme. El resto no acusó recibo. Y eso, al tratarse de cuestiones psiquiátricas, me genera una sensación de contrariedad que supera a la frustración.
Hubo otros libros que fui a entregar personalmente. Me puse la distribución al hombro para buscar mayor amplificación, recorrí librerías varias para conseguir una mejor exhibición a pesar de que la vidriera y primera mesa siempre se pagan, me acerqué a radios y editoriales periodísticas como si estuviera repartiendo mi primer currículum hace 25 años. No me alcanzan las palabras para agradecer el espacio que me dio Hinde Pomeraniec y las increíbles e inesperadas palabras que me dedicó Flavia Pitella.
Pedí contactos, repartí más libros, pedí a la editorial que envíe otros a los nuevos contactos que me pasaban. Busqué en espacios periodísticos abocados a la cultura, busqué en espacios periodísticos abocados al interés general, busqué en espacios periodísticos abocados a la salud. Sí, a la salud. No hubo eco.
¿Cuál es mi contrariedad? Precisamente esa: pienso que la salud mental efectivamente es un problema –que lo es– y que nos dedicamos a mostrar realidades, contar historias y mostrar problemas en búsqueda de visibilizarlos y, quién sabe, aportar soluciones que no imaginamos. Y por mis limitaciones idílicas, me cuesta entender la falta de atención, como un ghosting en la vida real pero sobre una temática que supuse que interesaba.
Y no es que pensé que era un tema de interés basado en el egocentrismo del “como me pasa a mí, seguro que le pasa a todo el mundo”. 320 millones de personas en el mundo vivían con depresión en 2019. 980 millones tenían algún trastorno, lo que representa a 1 de cada 8 personas. Luego vino lo que todos sabemos, y creo que está demás tener que aclarar cómo es que quedó buena parte de la humanidad. Si todos, absolutamente todos tienen un recuerdo traumático de aquellos años, si cuando pensás en 2019 no registrás que pasaron 5 años y no tres, si todavía ves una foto con un tapabocas y la pasás de largo lo más rápido posible ¿hace falta aclarar cómo quedaron los que venían más frágiles, los que perdieron a toda una familia, los que vieron todo su mundo alrededor desaparecer?
El último reporte del Mental State of The World tiró datos más que alarmantes. El 44% de los seres humanos de entre 18 y 24 años tiene un trastorno psiquiátrico. Se estima que el 21% del total de los argentinos están en una situación mental de angustia. En Chile, ese número trepa al 24%. Por Colombia y México trepan al 27%. En los últimos años se registró a nivel global un incremento del 32% en los trastornos de ansiedad –que no es igual a tener ansiedad– y treparon al 35% los diagnósticos de depresión. ¿Saben qué se hace con estas estadísticas? Nada, las miramos y decimos “pucha, qué barbaridad”.
Y así seguirá empeorando. No es jugar a las predicciones mágicas, es un cálculo básico: trastornos de ansiedad que no son tratados terminan en depresiones. Y las depresiones no tratadas terminan… Bueno, ya saben en qué terminan.
Como no hablamos de salud mental, no hablamos del costo de las pastillas, de las coberturas ineficientes, de las personas que no saben que tienen un problema y que, como todo problema, tiene una solución. Como no hablamos de salud mental, dejamos a millones de personas a la deriva. Y como no hablamos de salud mental, creemos, estúpidamente, que es algo que le pasa a otros.
¿Realmente creen que es un tema que no da para abordarlo?
Si quisiera fama, me dedicaría a otra cosa. Si quisiera dinero, el libro tendría otro precio menos accesible, o escribiría sobre recetas mágicas o pelotudeces de moda con nombres en inglés para que aparenten ser científicas. Y si con todo lo que dije arriba creen que esto es una perorata caprichosa, no tengo mucho más para decir. Ah, sí: al menos yo sí sé qué me pasa.