Creo que tenía unos siete u ocho años cuando supe de su existencia. Desconozco cómo era en otros establecimientos educativos, pero en mi colegio nos prestábamos libros en tiempos de crisis económica e infancias de burbujas. Así fue que conocí a Asterix, a Tintín y al protagonista de esta historia de olvido y reencuentro. “Un oso llamado Paddington”, de Michael Bond me tocó en suerte en el intercambio semanal del colegio a cambio de uno de mis tomos de Cuentos infantiles de ayer, hoy y siempre. Como casi todo lo de niño, no recuerdo demasiado el argumento en sí. Sin embargo, un encontronazo de adulto me haría comprender la tristeza y la grandeza allí refugiada en un canto de consuelo colectivo y aceptación masiva.
Resulta que estaba en Londres con un día libre cuando se me ocurre salir a perderme. Literalmente, es una de mis prácticas preferidas: perderme. No usar el celular, no usar nada más que mis zapatillas y mi curiosidad.
Solo al perderme podría explicar cómo es que partí de High Holborn hacia Westminster para luego recorrer Hampstead y terminar agotado en la Hamleys de Regent Street. En el medio ocurrieron mil cosas, pero cada vez que ponía cara de no saber dónde corno estaba, alguien me indicaba de manera tosca y amable a la vez.
Con el sol a punto de quebrarme la cabeza, en medio del Regent Park un tipo me dice que, si bajo por esa avenida hasta Oxford y doblo a la derecha, llego a mi punto de partida. Claro, en vez de High Holborn dije Holborn a secas, que es como no aclarar a qué parte de Buenos Aires vamos.
Mi mayor problema con las calles es que, básicamente, no puedo dejar de fascinarme con todo lo que veo, con todo lo que huelo y con el suelo que piso. ¿Quién habrá pasado por aquí? ¿Es en esta calle que ocurrió eso? Dónde cazzo estará la casa en la que nació David Bowie… Ah, es esa. Qué copado. ¿Qué dice ahí? Ah, que aquí vivió Lenin. Qué loco.
Puedo cambiar de personajes y de geografía, pero mi actitud siempre es esa. ¿Cómo no perderme? Perderse, comer, beber y hablar: las cuatro formas de comprender y conocer una cultura.
Luego de ver un edificio que me resultó conocido, doblé hacia mi izquierda y terminé dentro de un pasaje medieval tras el cual me caí encima del centro universal del consumo: el cruce entre Oxford Street y Regent. Mamita, qué fiesta a la que no fui invitado. La tienda que quieras, de la marca que se te antoje: allí. De entre todo, como corresponde, decido tirarme de cabeza adentro de una juguetería. A muchos les llamará la atención la tecnología, pero todos sabemos lo que existe en otros países. Ahora, en cuanto a juguetes… Ah, qué cosa hermosa.
Hamleys es una juguetería. Con mayúsculas gigantes. Tiene varias sucursales en varios países, un par más dentro de Londres, pero la de Regent Street es un lujo en sí misma. Pisos y pisos de locura para todas las edades al que me dio la bienvenida un muchacho de Hogwarts que hacía bailar en el aire y sin hilos una Snitch Dorada. Entre tanto delirio de juguetes agrupados por temáticas de a varios metros cuadrados, hubo uno que me quedó grabado, pero por sorpresa: la cantidad de osos Paddington. De todos los tamaños, calidades y precios. Más tarde Alex me contará que es tremendamente popular. Pareciera que la premisa es que cualquiera pueda tener uno. Seguí con mi recorrida y me fui.
Unos días después, nos dirigimos hacia Cardiff, capital de Gales. Mi visita a la tierra de los castillos quedará para otro texto. Lo importante es que viajaríamos en tren y había que salir de la estación Paddington. Me causó gracia la coincidencia. Los años no vienen solos.
Tenía la opción de esperar sentado, con la tele encendida y una cerveza, café o té, pero como siempre me digo, no sé cuando volveré a estar en ese lugar, así que me fui a caminar por los andenes. Una estatua enorme de un trabajador ferroviario me avisa que ellos también murieron de a miles en los combates de la Primera y Segunda Guerras Mundiales “para liberar al Reino Unido y al Mundo de las garras del Fascismo y el Nazismo”. Cerca, a unos metros, y casi como un chiste, la estatua de un oso con sombrero sentado sobre una maleta. Paddington, el oso.
El anuncio me dispara hacia la formación y, tras partir a horario, busco “Un oso llamado Paddington” en mi celular para leerlo y tratar de recordar. Ahora, con las películas alusivas ya vistas y las series que dan vueltas por Nickelodeon, es fácil saber el origen: un oso andino del Perú es despachado por su tía Lucy en un barco con rumbo a lo desconocido sólo con una reserva de mermeladas de naranjas. Y una etiqueta que cuelga de su cuello y solo dice “Por favor, cuídelo”.
El barco termina por arribar a Londres y, luego de aparecer en la estación Paddington, el oso es adoptado por la familia Brown. Al no poder pronunciar el nombre “en idioma oso”, lo bautizan con el de la estación. Cuentan que Michael Bond se inspiró en un oso que compró a las apuradas en esa estación para regalarle a su esposa en la Navidad de 1956.
Aburrido, Neil me pregunta qué leo. Le comento mi incógnita y el escocés comienza a sonreir. Si bien nació varios años después de la fecha original de publicación, ningún ser humano que haya sido criado en el Reino Unido en los últimos setenta años desconoce quién es Paddington y qué representa.
Neil me cuenta que, cuando comenzaron los bombardeos de la Luftwaffe, muchas familias perdieron sus hogares. Si a eso le sumamos que muchas de esas familias quedaron solo con una mujer al frente por haber despachado al padre de familia rumbo a los combates en el continente, el paisaje comienza a tornarse aún más sombrío.
Ante ese escenario de orfandad momentánea o permanente, muchas personas colocaban a niños a bordo de un tren rumbo al norte de la isla, lejos de las bombas. Eran depositados con una muda de ropa en una maleta y una vianda de lo que hubiera. Lo más barato era el sánguche de mermelada de naranja. Y si uno no logra conmoverse con solo imaginarlo, pensemos en la edad: al no saber leer por ser demasiado pequeños, muchos tenían una etiqueta con una frase que se repetía y se repetía de niño en niño: “Por favor, cuide de él”.
Bond escribió Un oso llamado Paddington para los chicos de la guerra y de la posguerra. Bond escribió una serie de historias para visibilizar las consecuencias de un país arrasado en el que los adultos se desesperaban en una economía de racionamiento de alimentos, mientras los chicos enviados al norte no sabían qué había sido de sus padres, si es que los recordaban.
Inspirado en un oso que le salvó el regalo de la Navidad en una estación de tren, Bond recordó lo que él mismo presenció. Si bien no fue despachado, la Segunda Guerra Mundial lo encontró con 13 años y con un padre que trabajaba en el correo de la estación de trenes de Reading, a 60 kilómetros de Paddington. Para sus 14 años sobrevivió a un bombardeo que derrumbó el edificio en el que se encontraba y mató a setenta personas. Para 1943, y con 17 años, ya se había alistado.
Como nieto y bisnieto de inmigrantes que rajaron de ambas posguerras, me crié con cuentos de supervivencia que se me hacían leyendas divertidas. Los años y los libros me pintaron esas historias de formas distintas, pero nunca había hecho la conexión lineal.
Mientras veo las vacas pasar por la campiña, hago el intento de imaginar a mis abuelos niños. No creo que se pueda. Una de mis abuelas no vivió ninguna posguerra. Nació en Lincoln en 1930 y fue la menor de once hermanos. Pero tras la muerte de su madre, el padre de familia no pudo, no quiso o no supo qué hacer con toda la prole. Hizo lo que habían hecho con él: los despachó por tren. Que alguien cuide de ellos.
Al volver a Paddington desde Cardiff, fui el único del grupo que se desvió. Fui al Hamleys de Regent, tomé un Paddington y pasé por la caja. Fui a buscarlo mientras escribo estas líneas y lo puse al lado de la computadora. Levanto la vista y en la pared está la foto de una de mis abuelas. Tomo al oso del que, probablemente, ella nunca haya escuchado hablar. Le doblo la solapa del sombrero y le acomodo el cuello del montgomery. Ah, la etiqueta queda del lado de adentro. Ya no es necesario que me lo recuerden.
Gracias por haber leído.