Manual para entender a mi generación

manual para entender a mi generación

Nuevamente volví a cruzar un informe sobre qué desea mi generación. Esta vez es a modo de recomendación arquitectónica para acaparar la atención de los jóvenes, lo cual lleva a pensar qué cazzo entiende la gente como juventud. A partir de determinada edad se es más joven que otro, así, como complemento circunstancial del análisis sintáctico. Pero joven, lo que se dice joven, se acaba a una edad.

Más de una vez he abordado el tema un poquito por arriba, siempre respecto de generalizaciones, pero también me he hecho el boludo desde lo personal. Creo que el día amerita para lo siguiente.

Me llamo Nicolás Lucca. Debería llamarme Nicolás Lucà pero un error ajeno rebautizó a mi familia. Un presagio del futuro: la inmensa cantidad de ocasiones en las que debería haber obtenido el resultado buscado y por motivos ajenos a mi voluntad no se cumplieron. Muchas veces a mi favor.

Me revienta hablar de “generaciones” porque no hay nada más líquido que el concepto de generación, desde el año de nacimiento hasta una circunstancia global. ¿Dónde queda el poder adquisitivo, los traumas infantiles, las experiencias vividas y demás cosas que nos hacen diferentes a todos los que nacimos el mismo día? Imaginemos a lo largo de diez, quince años.

Sin embargo, desde que la Generación X quedó consagrada culturalmente, es cada vez más adictivo para los medios encasillar a un grupo etario dentro de una serie de parámetros para todos por igual. Y eso incluye a países que uno no entiende cómo tienen el tupé de sumarse a la oleada. Hay gente en la Argentina bastante entrada en años que habla de Baby Boomers, cuando este país quedó afuera de todo lo que implicó ese fenómeno de natalidad de posguerra. Primero: mientras Estados Unidos y Europa se revolcaban para disparar los nacimientos hacia las nubes, la Argentina vivía una de las décadas con menor tasa de natalidad de su historia. Segundo: no tuvimos ni Verano del Amor, ni Mayo Francés, ni movimiento anti bélico, ni lucha por los derechos raciales, ni nada de lo que caracterizó a los Boomers. De hecho, hasta los Beatles llegaron tarde al cono sur.

Imaginemos lo que puede pasar a la hora de hablar de la Generación X o la ya agotadísima Generación Y: los millennials. Ni siquiera se ponen de acuerdo con los años de inicio para etiquetar a las personas, pero hay cierto consenso en poner un dos años menos o más del inicio por distintas cuestiones que ya causan gracia.

¿Qué carajo es ser Millennial sino un estigma? En un mundo que encanta encasillar, en medio de la fluidez del tiempo los sociólogos y antropólogos se convierten en redactores de horóscopos de diarios: todos los nacidos de acá hasta acá son así. Es peor, en realidad, porque el zodiaco al menos separa por treintenas de días.

Los medios llenaron y llenan espacios con los nuestros y ni siquiera saben ubicarnos en la palmera etaria. Así de ignorados nos tuvieron. Nos analizaron, nos contaban qué pensábamos, cómo pensábamos y nos marcaban con una cruz de fuego: no saben qué quieren.

Cada vez que critiqué este tipo de afirmaciones me miraron –y aún lo hacen– con cara de “no te peines para la foto que no salis”. Nací el 24 de enero de 1982. Cumplí 18 años el primer mes del año 2000. ¿Dónde querés que me ubique? Todos los institutos que definieron estas franjas etarias cierran a la Gen-X entre 1965 y 1981.

Pero si me centro en mi país, me cuesta el doble encontrar sentido a que nos encajonen, así que hablaré solo de los que nacimos en aquellos tempranos ochentas. Nos han tildado de generación perdida –un gran resumen para englobar eso de que no saben lo que quieren, cambian todo el tiempo, son improductivos y demás cosas– pero me gusta más hablar de generación olvidada: un grupo de personas al que toda política aplicada a las crisis vividas en el mundo y en mi país cuando yo llegaba a la adultez no nos incluyó porque éramos muy jóvenes. Ahora tampoco nos incluye porque ya estamos grandes pero no tan grandes. O sea: no tengo edad de jubilarme pero ya no califico a un crédito hipotecario a treinta años.

Ese nosaberquéquerer resumió elementos y situaciones que yo viví y que muchos de mi generación vivimos. Ejemplo número uno: quisieron cambiarnos el sistema educativo. Y claro que no nos van a entender cuando estemos perdidos, papu, si se te ocurrió decidir que el sistema que te forjó a vos no servía salvo para vos.

Duramos pocos en los empleos. Muy difícil y largo de explicar. Desde que tengo memoria me enseñaron que el trabajo dignifica, en mi crecimiento me inculcaron que el laburo paga gustos y lujos, en la adolescencia me prepararon para un mundo laboral que nunca existió como tal y que cuando llegué estaba en lenta agonía.

¿Qué culpa teníamos a los veinte de que la economía argentina no pudiera darnos más que empleos de mierda en call centers por dos pesos en los que teníamos que lidiar con superiores que se creían Henry Ford y clientes que se creían Henry Ford?

¿Qué culpa tuvimos durante toda la década del 2000 de que nadie viera venir la revolución de las tecnologías de comunicación y se fundieran miles de modelos por no querer adaptarse?

La última calificación nos llamó como “la generación ofendida”, la que necesita censurar para evitar la disidencia, la del “decime desde dónde lo decís y yo te digo si podés opinar”. No, señores. No fuimos nosotros. Yo me tuve que fumar profesores así, de fácil ofensa, sensibles y bajalíneas. No tenían mi edad. Ninguno de los panelistas de los programas políticos icónicos de las últimas décadas tiene nuestra edad, sino varios años más. Crecí entre chistes homofóbicos, racistas y sexistas. ¿Quiénes los contaban si nadie los traía del vientre materno?

Los apolíticos. Qué decir. Nos criaron para un Titanic insumergible. Y no existe eso. Los que nos llevaron al desastre aún comandan los destinos del desastre y yo tengo que fumarme que me griten, que me critiquen la falta de compromiso y que no tolere esta sociedad que dice estar hiper politizada pero que solo se queja o pega cargo. Crearon un mundo de políticos para políticos y al que no le gusta, afuera. A militar en abundancia y sin mucha consistencia.

Los números redondos obligan a hacer balances. Es una ley no escrita, más para los que trabajamos de periodistas. ¿Garpa una nota que diga “se cumplen 39 años de tal cosa”? No, el 30 sí, el 40 también. El 39 dá a vagancia. Nadie hace un balance sobre el 39.

Hasta ahora puedo contar que crecí siendo un chico profundamente tímido y con enormes, gigantes problemas de adaptación a la biósfera que me rodeaba. Sufrí bullying, practiqué bullying, me ocurrieron cosas que mis padres no deben saber, otras que seguro saben, hice cosas que no deberían saber y otras que seguro saben.

Fui un alumno mediocre, a veces destacado, otras me llevaba hasta las materias de mis compañeros. Me reinvente tantas veces y fracase tantas otras que podría resumirlo en que este texto iba a ser un podcast. Durante muchos años creí que la ausencia de títulos me generaban un vacío. Llegaron los títulos y el vacío sigue allí.

Católico Apostólico Romano, peregrinaciones a Luján, viajes misioneros a escuelas de frontera, retiros espirituales y la misa de memoria. La llegada del sexo a mi vida estuvo a la altura de la primavera española post franquista. Crecí en una década de droga fácil en una Buenos Aires que no dormía ningún día de la semana y donde todos los días, a cualquier hora, había algo para hacer, una muestra, un recital, un bar abierto, un cine de trasnoche.

Para la Generación X pueden existir decenas de series y películas que pintan con exactitud distintos aspectos de la era. Pero cuando se aproxima un cambio generacional, los primeros de la futura generación crecen con los últimos ejemplares de la generación anterior. Así es que los primeros millennials crecimos con Friends, escuchábamos grunge y nos metíamos de contrabando en el cine para ver Trainspotting.

Creo que el punto máximo, el traspaso de mando generacional desde el cine, nos lo brindaron los muchachos del Club de la Pelea. Allí vimos que ese nihilismo que caracterizó troncalmente a la generación X se desvanecía. Pobre tipo: larga todo lo que conoce, todo lo que le da seguridad y cae en un mundo de realidades paralelas que se dan pelea en su mente. ¿Nihilismo? ¿No hay mañana? Todo lo que quiere es tener el control de algo. La Generación X finalmente había madurado.

Cumplo 40 años. Los que cumplimos 18 años en el año 2000 y dimos pie al merecido título de Millenials llegamos a los 40 años y todavía tenemos que escuchar que nos traten como chicos, o como “snowflakes” que no toleran lo que otras generaciones toleraron. Y salvo que pertenezcan a la que peleó en Malvinas o que vivió las eternas décadas de dictaduras, el resto debería llamarse a silencio. O intentar la empatía.

Somos a los que enseñaron que por una década de paz Occidental en miles de años de guerras vivíamos el Fin de la Historia, el final de las guerras ideológicas, el paraíso de un futuro utópico. Y ese futuro utópico se nos hizo mierda en la cara cuando todavía no aprendíamos a hacernos el nudo de la corbata. ¿Un sistema financiero que te permitirá comprar una casa en pocos años y un auto al salir del colegio? Llegaste tarde.

Crecí en una vivienda estatal de un programa de solución habitacional. Con el tiempo mi madre dejó de trabajar, pero todos los días tenía mi alfajor triple y mi Coca de vidrio a cambio de una moneda. En casa había una consola de videojuegos de 8 bits, una sola tele hasta los 11 años, dos desde entonces, una Pentium a partir de los 15.

Y éramos tres pibes.

Hoy mi poder adquisitivo no me permitiría sostener en soledad un hogar de ese tamaño. Es obvio que no ascendí socialmente y que hasta me retraje. Mi viejo vivió mejor que sus padres, ellos mejor que los suyos. Yo aspiro a repetir, pero vengo rezagado. Y sé que es generacional, que hay un estancamiento que nosotros, los “early millennials” comenzamos a notar por comparación a la generación que nos precedía pero que, al no mejorar en las últimas décadas, los que se sumaron a la vida adulta en los últimos lustros ya tienen naturalizado.

Somos la generación del miedo al mundo y a nosotros mismos, los hijos del suicidio de Kurt Cobain. Somos los descendientes de un mundo en el que las personas son medidas por sus títulos y no por sus conocimientos. Donde doctores no saben escribir y maestros de la pluma se sostienen con trabajos –dignos, pero– lejanos a sus habilidades.

Los que nacimos con una Guerra y sobre el final de una dictadura ya tenemos un cuatro seguido de un cero en el currículum. Los que fuimos criados y educados en una democracia de bombas, tanques, atentados internacionales, levantamientos militares y guerras ideológicas que nunca lograron bajar la línea de la pobreza, ya pisamos la cuarta década de vida.

Crecimos en un mundo analógico y por eso le sacamos agua a cada novedad tecnológica. Casi nunca pudimos ser dueños de nada y los padres del consumismo delirante nos tildan de consumistas. Somos los hijos y nietos de generaciones que dicen que en sus épocas no había droga y aún no se enteraron qué querían decir Carlos Gardel o Julio Sosa cuando hablaban de la “cocó” que la esperaba en un departamento a media luz para convidar a su eventual amante. Y somos los que vimos que el divorcio vino a poner punto final a la edad de la hipocresía y que una relación de una noche no convertía a nadie en promiscuo.

Somos los que vivimos una televisión con cosas que hoy son cuestionadas y otras que son idolatradas por quienes no quieren ver que en estos tiempos berretas caerían en la grieta. ¿Qué destino le depararía hoy a Tato Bores si hasta sus últimos guionistas y actores están en polos opuestos? El mítico video contra la jueza Baru Budú Budía hoy es una obra de arte abstracto: Víctor Hugo con Neustadt, Magdalena Ruiz Guiñazú con Pergolini, Alejandro Dolina y Mariano Grondona parado al lado de Pappo y los Soda.

Una época en la que un niño podía disfrutar de Federico Peralta Ramos con picos de rating o encontrarse a Federico Klemm con una clase de Art Pop a las tres de la tarde entre panelistas que se reían de él. Algunos le llaman todavía “Pizza con champán”. Me gusta más Pancho Ibáñez y los hermanos Süller. Elija del menú que hay para todos: desde el Show del Clío hasta concursos que premian el saber y no si te acercaste masomeno.

Somos los que crecimos con padres marcados por una guerra, si es que estaban. Somos los que no veíamos a las drogas con miedo, aunque no las consumiéramos, porque respetábamos que cada uno hiciera lo que se le cantara el culo. Y somos, por lejos, los grandes olvidados de la crisis del 2001 porque no teníamos nada. Por eso, seguimos sin tener nada; los que votamos por primera vez y a los dos años se cayó el gobierno. Somos los que vimos morir a hijos de presidentes, a novias de funcionarios, a un pueblo entero. Somos los que no podemos decir que todo tiempo pasado fue mejor, pero a los que cada año les hace extrañar el anterior.

Obviamente, somos los que vimos partir hacia afuera a lo que quedaba de la generación X entre fines de los 90 y principios de los 2000. Somos los que vemos partir a varios de los nuestros. Somos los que vimos un mundo de mierda pero que así y todo lo extrañamos porque en ese entonces no sabíamos que el mundo era esa mierda. Porque nos criaron para eso, para un mundo perfecto, la generación del futuro, los chicos del nuevo milenio. ¿Tanto peso nos iban a poner sobre los hombros?

Somos los últimos que disfrutamos en vivo a los grandes próceres del rock nacional y a buena parte de los grandes del internacional. Somos los que crecimos con todo un aparato educativo que nos decía qué teníamos que ser. Y si nuestros padres no tenían un mandato, venía la psicopedagoga con un test vocacional.

Somos los que a un buen beso de lengua le decíamos transar, y si escuchábamos “chapar” nos cagábamos de risa de la edad del emisor. Somos los que nos educamos sexualmente en la escuela de la prueba y error. También los que tuvimos que llevar preservativos encima hasta para ir al médico porque, aunque suena a chiste en medio de una pandemia, somos los que crecimos con un pánico atroz a morirnos de SIDA.

Somos los que podíamos armar una juntada de veinte o una cita a ciegas sin necesidad de celulares y llegábamos a horario. Esos que íbamos a entrevistas laborales vestidos como si nos interesara el trabajo.

Somos la última generación a la que se le permitió fumar en bares, restaurantes, aulas de la facultad. Somos la generación de los Dioses caídos del Olimpo y quizá sea por eso que sabemos la diferencia entre vivir mucho solo por vivir, y vivir con placer dure lo que tenga que durar.

Soy el que intentó todo desde la honestidad intelectual y por decir lo que pienso sobreanalizando lo que digo, terminé por molestar a los que me bancaban. Formo parte de los que laburamos de cualquier cosa con tal de pagar las cuentas sin que se caigan anillos que, preventivamente, no pude comprar.

Soy el eterno defensor de pobres y ausentes desde que tengo memoria, el que no lograba encajar entre sus compañeros pero discutía con la autoridad escolar, luego con jueces y hasta con pelotudos que creen que un cargo de funcionario es ser un señor feudal.

Soy amigo de mis amigos y, si me ves por la calle y saludo frío, es porque aun no puedo lidiar con la timidez. Vine al mundo en Parque Patricios, fui criado entre un barrio entre Lugano y el Bajo Flores, me mudé 16 veces. Ah, y estuve en medio de tres tiroteos. Le vi la cara a la muerte en al menos otras cinco ocasiones.

Soy un vaivén emocional y espiritual permanente, en una suerte de baile entre lo racional y lo esotérico. Creo en casi todo, descreo de casi todo. No encuentro razón y lógica en la astrología, pero por las dudas tengo Sol y Luna en Acuario, un ascendente en Leo y un Marte en Libra que supuestamente explica mi intolerancia hacia la injusticia. Soy un cúmulo de experiencias terribles que ha dormido en el piso o en estaciones de tren, algo que supuestamente explica mi intolerancia hacia la injusticia.

Soy el que ingresó al Poder Judicial por querer cambiar el mundo. Ese, el que se fue de la Justicia harto de la injusticia. Soy el que renunció a una planta permanente en el Estado y casi le ponen una placa de bronce en conmemoración al hecho inédito.

Soy el que vivió con custodia dos veces, el que recibe amenazas de vez en cuando y una catarata de insultos casi a diario. También soy eso que ahora no se puede llamar “paciente psiquiátrico” porque estigmatiza. Soy bohemio, noctámbulo de bares. Y aunque muchos crean que soy agorafobico, tan solo me parece un desperdicio no poder concentrarme en una conversación mano a mano.

Soy el que prefirió pubs con pool y banda en vivo sobre las discos toda la vida. Gracias a mi edad, soy el que vio en vivo a los Stones, McCartney, Radiohead, Soda Stereo, Aerosmith, Foo Figthers, No Doubt, Bowie, U2, Arctic Monkeys, Guns and Roses, AC/DC, Elton John, Blur, Clapton, Oasis,

Soy el que leia Shakespeare y Bradbury a los diez años y Cortazar a los trece. También ese que se llevó 26 materias durante la secundaria. Soy el que nunca está satisfecho con nada. Siquiera con este texto.

Soy el que molesta o aburre, el que viste trajes de tres piezas. Soy el de jeans y zapatillas de lona. También soy el que se siente italiano en la Argentina y argentino por el mundo. Soy el que no tiene raíces, el bibliorato de consulta biográfica de la familia. Un compendio de datos random absolutamente al pedo. Soy ese contra el que nadie quería jugar al Carrera de Mente y ese que siempre rebotaba con las señoritas en la secundaria.

El que no puede vivir sin música, el que tiene mil cuentas pendientes con el arte, el que tiene más libros leídos que meses de vida, el que habla de economía con los fachos y de cultura con los zurdos porque ya no quiere encajar. Soy el que ha pasado hambre pero fue feliz de libertad. Soy el que mide 1,89 pero quiere pasar desapercibido.

En fin. Soy Nicolás Lucca, nací un domingo 24 de enero de 1982, early millenial y hoy cumplo… Puta madre. Ni por escrito me sale.

 

Nicolás Lucca

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