Todo esto también pasará

La foto con la que abro este texto tiene por protagonistas a una madre joven, jovencísima, y a su primer hijo. Es una foto normal de esas que toda familia posee de a miles para los primeros hijos, de a decenas para los segundos y de pedo para el tercero. Nada fuera de lo habitual: una madre que da sus primeras papillas. Y nada pareciera alterar el ambiente.

La encontré no hace mucho y me llamó poderosamente la atención el rostro de la joven mujer. Es un gesto como de preocupación, o angustia, suponía que porque el pibe no quiere comer, o porque es demasiado joven para ser madre y sus amigas deben estar de joda. O tal vez está preocupada por otra cosa, se peleó con la pareja, o lo que fuera.

Hace unos días, mientras buscaba otras fotos para pasar el rato en medio de la medida de aislamiento social –ya no quedan cosas por ordenar y con los amigos nos divertimos mandándonos fotos impresentables– comencé con el pasa manos, como cuando das vueltas las figus en el recreo para mostrar que están en condiciones. Y se dio vuelta. Y vi la fecha.

Esa foto tiene 38 años. Bueno, en realidad, tiene exactamente 37 años, once meses y tres días: según lo escrito detrás, fue tomada el 27 de abril de 1982 en la Argentina. Los protagonistas somos mi madre y yo. Y esa foto que refleja un momento absolutamente normal fue tomada en un contexto totalmente anormal: el país estaba en guerra.

Con el paso de los años, uno se hace adulto y comienza a preguntarse cómo es que nuestros padres o abuelos se tomaron determinadas situaciones. O sea: en septiembre de 2001 yo creí que el mundo se acababa. Ver en directo por televisión cómo un avión atraviesa una de las Torres Gemelas fue demasiado para un early millennial. Por suerte, menos de tres meses después lo que se derrumbaba era mi país y, con él, la ilusión de poder repetir a la generación X de créditos hipotecarios y recorrer el mundo. Para rematarla, mis padres anunciaban su divorcio.

Con casi 20 años me pareció una falta de respeto tener que elegir con quién vivir, así que opté por «alquilarle» el departamento del fondo a mi abuela Babi, la madre de mi viejo. El pacto era sencillo: ella hacía de cuenta que yo pagaba lo que correspondía, yo hacía de cuenta que ella no se daba cuenta de que no lo hacía. Y todo era una farsa, dado que cenaba todas las noches en su comedor.

Para enero de 2002 sentía que nada volvería a ser lo que era. Y charlaba con mis padres y los veía medianamente preocupados, pero solucionando el día a día mientras yo sentía que ingresaba en Mad Max. Un fin de semana voy a visitar a mis abuelos maternos. Por alguna de esas casualidades, también se encontraba de visita mi tía abuela, hermana de mi abuelo. Pensé que habían enloquecido o se habían quedado sin luz desde noviembre y no habían registrado las noticias. O sea: estaban de buen humor, me recibieron como si fuera cualquier otra ocasión, me charlaban de trivialidades. Y yo, al borde del colapso nervioso, rompí en preguntas. ¿Cómo puede ser que no les importe lo que está pasando?

«¿Y quién dijo que no nos importa lo que está pasando?», contestó mi abuelo. Creo que, si los modales se lo hubieran permitido, habría agregado un «pendejo de mierda», pero seguramente lo pensó. O al menos me lo dijo con la mirada. Mi abuela Mami –no pregunten, así llamé siempre a la madre de mi vieja– reía. Mi tía me miraba de costado levantando una ceja. La ceja izquierda. Es genético.

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Mi abuelo materno era un hombre raro, de esos que siempre parecieron viejos, aunque nunca perdió el pelo ni tuvo una sola cana. Había nacido en un conventillo del barrio de Boedo, al igual que su hermana, y se criaron como pudieron. Los dos fueron profesionales. Mi abuelo José vio la cara de la Parca con sus propios ojos en tres ocasiones. La primera lo tuvo hospitalizado por meses tras un brutal accidente de tránsito en el cual fallecieron todos menos él y quien lo sacó del auto. La segunda, cuando por una peritonitis aguda volvió a ser inquilino por varios meses del Hospital Apart Hotel. La tercera fue la vencida, pero la peleó cinco años. En el tercero de esos mano a mano con la Huesuda fue que se dio esa charla.

Mi tía, en cambio, era una feminista que no tuvo problemas en divorciarse cuando nadie lo hacía, que no tuvo drama en decir que no se sentía capacitada para tener hijos, que estudió Derecho en plazas con libros prestados por no tener dinero ni para un café, y que había llegado a jueza de la Nación. Con tanta mala suerte que el 24 de marzo de 1976 tuvo que partir hacia el exilio. Luego de una década, dedicó el resto de su vida a recorrer los lugares más exóticos del planeta.

Para completar el cuadro, mi abuela Mami fue criada por otra familia, trabajó toda la vida aún con tres hijos, se casó a los treinta cuando ya era escandaloso, fue madre por última vez a los 43 porque le pintó y, a excepción de fiestas formales, no recuerdo haberla visto nunca sin sus jeans y zapatillas.

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Luego de la pregunta de mi abuelo, mi abuela deja de reír y, hablando entre sonrisas con su tono de voz característicamente agudo, comenzó con un listado de situaciones que habían sido paliza: «Nicolasito –no se rían– vivimos bombardeos, cinco golpes de Estado, una guerra entre azules y colorados, el Rodrigazo, la debacle económica de los militares, tres levantamientos carapintadas, no se cuántas hiperinflaciones y la AMIA queda acá a cinco cuadras… no es que no nos importe, simplemente no podemos hacer nada».

No tengo la grabación de aquel día, pero gracias a Dios mi abuela todavía vive y tantos años de charlas hacen que pueda reconstruir una conversación con las palabras que seguramente utilizó.

Mi tía, que nunca se caracterizó por darle la razón a su cuñada, se sumó y me dio a entender que su doctorado en Derecho no era nada al lado de su master en comenzar de cero: comenzar de cero con un divorcio, comenzar de cero con una migración forzada y con la ropa puesta como todo patrimonio, comenzar de cero al volver al país.

Aturdido, pero engordado como para Navidad –la Mami hace los mejores pebetes de crudo, queso y un huevo poché entero en el lugar de la miga– fui a cenar a lo de mi novia en San Miguel. Llegué para cuando el noticiero ya había terminado. No supe qué podría ser peor: había un especial de Bandana. Al menos Friends confirmaba que finalizada esa novena temporada realizarían una décima.

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La casa de mis abuelos paternos, en cambio, era prácticamente mi verdadera casa. Con padres jóvenes y laburantes, durante años pasé allí todos los días de la semana menos los sábados: de lunes a viernes porque me quedaba cerca del colegio; domingos por la pasta en famiglia.

Era un caserón enorme con habitaciones gigantes que daban todas a un patio central, despensa en el fondo, jardín y pasillo lateral. Típico de familia tana que construyó como pudo, que luego se multiplicó y que los hijos que se iban casando tardaban en retirarse. O sea: cada habitación ofició de monoambiente durante algún tiempo. Todos fueron partiendo menos mis dos abuelos y mi bisabuela Josefa. No recuerdo su rostro si no busco una foto, pero llegué a conocerla.

Una mañana, allá por mis cuatro o cinco años, le digo que tengo hambre. Va a la despensa (un cuartito oscuro y con cortina verde en vez de puerta, al fondo de la casa) saca un frasco, corta un pan al medio y me prepara un sánguche con lo primero que encontró: sardinas encebolladas. Cuando le dije que no quería eso, puso el plato en la mesada sin emitir un sonido. Me acerco, le toco la pollera y le repito: «Tengo hambre». Me vuelve a ofrecer el plato. No es que a esa edad ya supiera que un sánguche de sardinas no es lo más indicado para las diez de la mañana, pero convengamos que no era un alfajor. Le digo que eso no lo quiero y me espeta un «no tenés hambre».

Conclusión: me cagué de hambre hasta el mediodía. Llegada la hora del almuerzo, mi abuelo se sienta en la cabecera –a veces se hacía un hueco en la fábrica para venir a almorzar y luego seguir– mi bisabuela en un costado y mi abuela sirve eso que se venía oliendo tan rico desde temprano. No recuerdo bien qué era, pero se trataba de algo guisado. Un plato para el abuelo, un plato para su madre…el puto sánguche de sardinas para mí. «No pienso tirarlo», dijo alguien, seguido de una bajada de línea de guerras, hambre, necesidades y demás cosas.

Y me comí el sánguche. Hoy moriría por un sánguche de sardinas encebolladas.

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En 2002 trabajaba en un juzgado de garantías en Lomas de Zamora. Cruzar Puente La Noria rumbo a Larroque y Camino Negro durante el período diciembre-febrero fue ser testigo del hundimiento. Había ingresado en octubre de 2001 y la promesa era sencilla: seis meses de meritorio y pasabas a planta. Ser meritorio es, básicamente, ser el chepibe. Sin sueldo, sin ART, sin obra social, la contraprestación era la vaquita que juntaban del juez para abajo en el juzgado. Llegado marzo, tras una asamblea del sindicato, nos enteramos que no habría pase a planta hasta nuevo aviso. Triunfando desde siempre, no tenía quién me escuchara la queja angustiosa: el resto de los empleados hacían malabares para llegar a fin de mes.

Tuve que recurrir a la ayuda de mi padre para poder sostenerme, lo cual se convirtió en la gran paradoja de mi vida: cada vez que saco la ecuación entre lo que me ha dado mi país y lo que yo he entregado a cambio, creo que termino con saldo a favor ya que pagué por laburar.

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Un día cualquiera de una semana igual a las demás, al llegar de la facultad luego del laburo, me espera la Babi con uno de mis platos favoritos: unos ravioles de papa y cebolla que me volvían loco. Charlamos de boludeces, probablemente me haya comentado de alguna huevada del programa de Chiche Gelblung, como una recomendación de Txumari Alfaro para prevenir el cáncer de pelo utilizando jugo de manzana para cepillarse los dientes.

Charlar con la Babi era divertido y melancólico en un mismo combo. Nunca sabías para dónde iba a disparar la conversación. Amaba que me contara historias, porque era lo que hacía para dormirme la siesta cuando niño. Y allí estaban sus hermanos de Paraná, su mamá, su padre, y las historias de mi abuelo, que nos había dejado en 1994. Mi abuela era muy buena contando historias, de esas personas que pueden hacer que veas una película con sólo escucharla.

Así aparecía mi abuelo como vendedor ambulante de verduras, o asociándose con unos amigos para ponerse una pequeña fábrica de zapatos, o salvando su vida gracias a que el policía que lo detuvo en inmediaciones de la Plaza de Mayo en septiembre de 1955 era un vecino de la cuadra, o el tío Rocco fundiendo el Torino al sacarlo de la concesionaria por probarlo en Camino de Cintura sin enterarse que tenía caja de cuatro marchas.

Por las noches se apagaba un poco y podía estar horas con dramas, contarme el historial clínico de la prima de una vecina a la que nadie conocía, pasarme factura por haber cenado sola la noche anterior, o dictarme el listado de peores noticias del día. Pero siempre, siempre, terminaba con un –y siento que la escucho mientras escribo esto– «eeeeen fin: todo esto también pasará», para luego darme un beso en la frente y marcharse a dormir. Y pedirme que apagara la luz del comedor y dejara la del pasillo encendida.

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Mi abuela Babi era hija natural, que era el eufemismo con el que la ley llamaba a los hijos extramatrimoniales por aquellos años. Nacida y criada en Paraná, con la mayoría de edad partió hacia Buenos Aires a buscar mejor suerte. Esa mejor suerte consistió en dejar de lavar ropa desde los 7 años para pasar a trabajar de día y coser ropa de noche.

Cuando falleció en 2010 algo se movilizó muy fuerte en mí más allá del dolor, como cuando un torbellino inicia en la cabeza y no hay forma de frenarlo. Y todo giraba en torno a tres pilares: su padre, los ravioles de papa y por qué mierda le decíamos Babi.

Consultando a toda la familia, me di cuenta de que, como buenos hijos de inmigrantes, todos cumplían con la misma ley: no tenían idea de nada porque de esas cosas no se hablaba. Nadie sabía que mi abuela sí había conocido a su padre, nadie se preguntó cómo es que cuatro hermanos pueden ser hijos naturales del mismo hombre, y nadie se cuestionaba siquiera que le dijéramos ravioles de papa a lo que en realidad se llaman varenikes. Ni qué hablar de la costumbre que teníamos todos mis hermanos y primos de decirle «Babi». Y así, aunque el resto de la familia prefiriera hablar de otras cosas, llegué a la conclusión de que soy 25 por ciento judío, de que mi bisabuelo tenía dos familias y de que, obviamente, la de mi abuela no era la que jugaba de titular.

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Desde hace semanas siento que muchas de las personas que me rodean se van cayendo. No todas, puntualmente aquellos que tienen masomeno mi edad. El tema de transcurrir una pandemia en tiempos de redes sociales, streaming y medios tradicionales en crisis ha llevado a un nivel de angustia que a muchos les resulta difícil de soportar.

Por cuestiones que hacen a mi labor periodística cuento con un permiso de circulación. Al principio lo consideraba una bendición: un pase libre para circular por el ghetto con el toque de queda. Luego me agarró la angustia de saber que, mientras el resto del mundo estaba guardado en su casa, yo me encontraba expuesto a cualquier cosa. Luego entré en la etapa en la que me encuentro ahora: es lo que es.

Cuando suceden este tipo de cosas vuelvo a repasar la historia de mis ancestros y la mía. ¿Cómo habrá sido criar hijos en medio de una guerra? ¿Qué se habrá sentido dejar el pueblo que te vio nacer y cruzar el Atlántico para nunca más volver? ¿Y partir al exilio porque a otro se le antojó que tu vida no valía la pena? ¿Cómo sobrevivieron nuestros abuelos y padres a crisis terminales sin que sus hijos terminaran aturdidos?

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En 2017 tuve el placer de mi vida laboral: entrevistar a Arturo Pérez-Reverte. En un momento, al preguntarle por la falta de comprensión de la realidad del ciudadano común, el periodista-escritor me ametralla:

«Nuestros abuelos, la generación que precedió a la mía y todavía parte de la mía, tenía también la certeza de que el mundo es un lugar peligroso, hostil y donde las cosas son caducas, donde se muere con facilidad, donde el ser humano es un hijo de puta depredador. Pero eso lo hemos olvidado, porque somos tan estúpidos… Educamos a nuestros hijos diciendo “el Titanic es insumergible”. El Titanic tiene siempre un iceberg delante. Siempre lo hay. Pero les hemos hecho creer que el Titanic nunca se hunde. Estamos creando generaciones ajenas a la realidad, incapaces de comprender. Entonces, cuando viene el golpe, cuando viene la dictadura de Videla, cuando viene la bomba del montonero, cuando viene la guerra civil española, cuando viene el tsunami, cuando viene la guerra de Aleppo, cuando viene el meteorito, la gente dice “no puede ser”. Claro que puede ser, idiota: son las reglas, solamente que lo habíamos olvidado».

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Mi generación está atravesando por primera vez una crisis global que excede a lo económico. Por primera vez, en mi país, los que crecimos con democracia vemos que la muerte está ahí, que nos puede tocar o no. Y no jodamos con el 2001 porque los millennials más tempranos teníamos 18 años. Por primera vez tenemos que guardarnos. Pero con Internet, cable, Netflix, Prime Video, Spotify, agua corriente, gas y energía eléctrica.

Llevamos quince días de aislamiento y sentimos que el día después seremos tribus organizándonos como en The Walking Dead. Imaginemos seis años de guerra comiendo ratas y bebiendo orines, o que te declaren el Estado de Sitio y no tengas reglas claras para hacer absolutamente nada.

Imaginemos la vida de una persona que desde que nació vivió el golpe de Estado de 1930, el de 1943, el de 1955, el de 1962, el de 1966 y el de 1976. Que además vivió dos bombardeos a la Plaza de Mayo, una guerra de facciones del ejército midiéndose los miembros con los tanques, un cordobazo, un rosariazo, una década de muertos en las calles y gente que desaparece, una guerra contra una potencia bélica, un levantamiento carapintada, dos levantamientos, tres levantamientos, una híper, dos híper, tres hiperinflaciones, un Rodrigazo, un atentado a la embajada de Israel, otro a la AMIA, los saqueos del 2001, la devaluación del 2002, la epidemia de la poliomielitis, las eruptivas, cuatro clases diferentes de influenza y el HIV. Esa persona es mi abuela materna, la Mami.

Y la Mami cumple 90 años en unos días y los pasará sola. Nunca le gustó festejar su cumpleaños, así que se salió con la suya.

Hablo con ella cada vez que puedo, y siempre puedo hablar con ella. Me dijo que me cuide y que aguantemos para juntarnos. Que aguantemos a que todo esto pase. Da por sentado algo obvio que la conecta con mi otra abuela, la Babi: que esto también pasará.

Con el tiempo redescubrí que «Todo esto también pasará» es una frase proveniente de Oriente medio. Y como todo lo que viene de allí, tiene distintas versiones. Sin embargo todas terminan en un anillo que en hebreo dice «GAM ZEH YA’AVOR». O sea, «esto también pasará». Es increíble el poder de esa frase porque aplica tanto para lo malo como para lo bueno, para las pestes como para las tragedias, para la política tanto como para las malas rachas. Todo tiene la gravedad de a quien le toca. Pero todo pasará. Incluso cuando ya no pase más, habrá pasado.

Al final, mi abuela Babi no me había contado nada: me lo había contado todo.

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