Buenos Aires, sábado 6 de enero de 2007. Luego de llevar tres años de jugar los mismos seis números al Quini en todas sus modalidades, aquel sábado por la noche noté que había olvidado mi ritual de los martes y viernes al salir del trabajo: pasar por la Lotería y dejar cinco pesos en una esperanza de factibilidad cercana a cero. Fue una sensación liberadora frente a unos dos mil sorteos –tres años, dos por semana– y la sensación se completó cuando dimensioné la cantidad de dinero que había gastado.
Sin embargo, el lunes por la mañana, mientras desayunaba, me habría tirado por la ventana de no vivir en un primer piso. El locutor, inerte, veloz, dijo los números que, religiosamente, llevaba en mi bolsillo dos veces por semana: 08, 24, 32, 36, 37 y 41.
Vacante.
1.5 millones de pesos de 2007, vacantes. 500 mil dólares que nunca irían a mi bolsillo.
Lloré. Las lágrimas caían por mi cara mientras puteaba a mi suerte, a la Lotería de Santa Fe, al gobernador Obeid y al forro de Juan de Garay por haber fundado esa gobernación. Fue como si Dios me hubiera enviado un telegrama que decía “te vas a cagar laburando hasta que te coman los gusanos, mostro”. Quisiera decir que saqué algo positivo de aquella anécdota, pero no hay nada positivo en no ligar 500 lucas verdes. Aún hoy tuve que ir a revisar si realmente fueron esos números y me los perdí, todo para ver que así fue, que el sorteo del domingo 7 de enero de 2007 arrojó 08, 24, 32, 36, 37 y 41 y que el pozo quedó vacante. Superada la nueva depresión, procedí a contarles esta historia.
Fue una forma de coronar la percepción que tenía de mí: la de un tipo con tan poca suerte que hasta el Quini 6 lo boludea. Porque una cosa es que nunca salgan tus números, otra es que salgan un par. Pero que salgan todos justo en el primer sorteo que no jugás, merece otra categoría.
Me castigué tanto por ese infortunio que me negué a contar la historia porque sabía que no resultaba graciosa. Al menos no para mí. Fueron casi dos años en los que cambié mi trayecto hacia la parada de colectivos para no tener que pasar por la puerta de la lotería para que no me escupan por haberse perdido la venta del ticket ganador.
No diré que ese evento marcó el resto de las vicisitudes de aquel 2007, pero cuando a los dos meses tomé un segundo empleo por necesidad, un poco lo recordé. Cuando en ese empleo me boludearon, no pude ni evitar que se me cruzaran por la cabeza el 08, el 24, el 32, el 36, el 37 y el 41.
Durante mucho tiempo me creí el hombre más desafortunado del mundo y no, precisamente, por aquella ingrata rueda de la fortuna. En todo caso, fue un pico, pero tan solo era una muestra más de todo lo que veía como negativo a pesar de las cosas que me hacían realmente feliz. El listado es eterno, desde trabajar gratis en la mesa de entradas de un juzgado por tiempo indeterminado porque el gremio está en otra y al Poder Judicial no le resulta demasiado ilegal tener a semiesclavos prohibidos por la Constitución Nacional en un lugar donde se administra justicia. O nunca contar con el dinero suficiente para una escapada, ni para salir de joda como Dios manda. O para comprarme pilcha.
Ni hablar de pensar en comprarme un auto, una Zanella o una bici. Sumo vivir de semi prestado en un alquiler de precio simbólico a dos horas de mi lugar de trabajo, nunca costear mi vida con un solo empleo y un largo, larguísimo etcétera agravado por la pertenencia económica de la inmensa mayoría de quienes me rodeaban. Seguramente tenían sus problemas, pero uno tiende a ver en los demás solo lo que a uno le falta, como cuando envidiamos el poder adquisitivo del personal de limpieza de Ohio desde la guardia médica a la que fuimos de aburridos y gratis por un catarro.
A los 27 años, por circunstancias que no vienen al caso, tuve que comenzar de cero. Sí, es la edad a la que muchos comienzan, pero lo mío era un reinicio. Y por cero me refiero a la dimensión completa del asunto: dormí en el piso por semanas hasta que pude darme el lujo de adquirir un colchón con sommier. Y así y todo tuve la imponderable fortuna de tener abuela, una que puso su departamento de garantía. Pero, en aquel entonces, no podía ver las cosas más que de color negro. No tenía tele, pero mi vecino me prestaba su conexión a Internet. Sin saberlo, claro. Pero fue de gran ayuda porque, lo único que podía hacer al estar solo, era escapar de mis pensamientos de alguna forma. Y me dediqué a escribir como un poseso. Todos los días, todas las noches.
Y así, sin saberlo entonces, comenzó una nueva historia para mí.
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Buenos Aires, algún domingo soleado de los años ochenta. Fascinado, una versión mía muy pequeña salta de emoción al ver cómo pasa por encima de su cabeza cada avión que despega del Aeroparque Metropolitano. Cuando era chico, muy chico, era el mejor plan que me podían proponer. Y como un iluso que cree tener superpóderes, mis padres tenían algo de paz entre ruidos de turbinas mientras yo saltaba con las manos en alto en el vano intento de tocar con un dedo a esos monstruos.
Soñaba con volar. Literalmente. Y no me refiero a esos sueños tipo pesadillas, sino que me imaginaba en una cabina de pasajeros rumbo a un país cualquiera.
Coleccionaba banderitas de copetín de naciones que hoy ya no existen, tenía en una repisa latas de gaseosas en idiomas que no se entienden y podía llegar a generar temor a un turista con mi actitud psicótica al intentar saber todo sobre su país.
Septiembre de 1999. Mi primer vuelo debió ser un cabotaje de LAPA con rumbo a Bariloche que se pagó en mil cuotas previas. La cuestión era sencilla: por el mismo dinero que nos costaba un viaje a través de Río Estudiantil o alguna similar, descubrimos que podíamos ahorrar plata y ganar días si viajábamos en avión y nos hospedábamos en una cabañas que tenía la congregación de mi colegio en la loma del ojete del centro cívico barilochense. Un mes antes ya encontraba difícil conciliar el sueño y no por el viaje de egresados en sí, sino por volar. Comenzamos a las puteadas cuando nos enteramos que las cabañas no estaban disponibles hasta la segunda semana de septiembre. Pero ya no había elección.
Una semana antes de nuestro vuelo, exactamente una semana antes, un avión de la misma empresa que debía llevarnos siguió de largo en la pista, atravesó la avenida y se estrelló contra el campo de golf.
También me considero un tipo con suerte. A pesar de todo lo que conté en la primera mitad, ¿qué podría decir hoy? Durante mucho tiempo no fui creyente en esto y aún tengo algunos ataques de bronca hacia el destino, pero son incontables las veces en las que, tengo que reconocer, tuve suerte. Mucha suerte. Creo que me he centrado tanto en las desgracias de mi vida para no aceptar que tengo un culo a prueba de balas y que, todo ese esfuerzo que tengo que hacer para lograr algo que a otros les cae de arriba, es porque de alguna forma tengo que compensar el enorme ojete que he tenido y tengo en mi vida.
O incluso podría decir que todos mis razonamientos son parte de una cadena de desgracias que fueron, finalmente, convertidas en fortuna porque seguí hacia delante. No es que no quedaba otra, siempre hay otra opción, pero le tengo miedo a que no haya nada del otro lado, así que he elegido seguir vivo por las dudas.
De entrada tengo un origen fortuito. Si mi madre no hubiera sido una mujer embarazada en la segunda mitad del siglo XX, habría muerto junto conmigo en el trabajo de parto por esa costumbre que tienen algunos bebés de encajarse. Al igual que muchos de ustedes, si Philip Showalter Hench no hubiera descubierto la dexametasona, mis reacciones anafilácticas me habrían llevado a una edad demasiado temprana. Y al igual que el 90% de la población mundial de los últimos 130 años, no habría llegado a la edad adulta si no contáramos con antibióticos. Básicamente, podría decir que mi primer factor de suerte es haber llegado al mundo en 1982. ¿Pensaron cuántas veces habrían muerto de haber nacido un siglo antes? La cuenta es fácil: ¿cuántas gripes, eruptivas e infecciones tuviste en tu infancia?
También podría cancherearla y decir que tuve suerte de haber nacido en Occidente, dado que mi fuente de trabajo podría haberme llevado a la cárcel en la mitad de los países que conforman el universo de naciones. O a la horca en aquellos que tienen una cultura más compleja que hay que respetar porque somos tan moralmente superiores que no podemos vivir sin nuestra magnanimidad de tratar al troglodita como mascota adorable.
Pero por “suerte”, lo que se dice “suerte”, me refiero a otras cosas. ¿Quién puede decir que estuvo en cinco tiroteos a lo largo de su vida? La mayoría de los policías terminan sus carreras sin haber estado en uno y a mí me tocó cinco veces. En uno de ellos hubo dos muertos y tres sobrevivientes. De esos tres, dos eran los policías. Muchos dirán que es un evento traumatizante, o una desgracia que terminó bien para mí. ¿Desgracia? ¿De tres civiles soy el único que salió vivo y voy a decir que viví una desgracia? Ese día sentí que mi orto se acrecentaba.
En lo económico, la suerte también me ha acompañado sin cesar desde que nací. Ni el empujón hacía la pobreza de la híper de 1989 impidió que tuviera todas las comidas en la mesa. Eso, visto con la perspectiva que da saber que 7 de cada 10 chicos no ingieren los nutrientes suficientes, me coloca en un lugar de suerte tremebundo. Y si bien me pasé la vida a las puteadas por tener que parir cada centavo, me considero afortunado por saber hacerlo y por tener a ángeles guardianes que nunca me dejarían caer.
Aunque otros en igualdad de condiciones que yo hayan tenido aún más suerte o menos principios, existió un hecho crucial en los últimos años que me acomodó los melones: saber que muchos de los chicos de mi infancia barrial tuvieron destinos que a mí me duelen.
Que tuviera que salir a trabajar a temprana edad en lugar de poder dedicarme a estudiar al 100% o a viajar, terminó por ser un factor de enorme, gigantesca fortuna. Por años compensé la carencia de títulos a fuerza de devorar libros y de escribir. No pienso opinar de todo el mundo, pero he visto con mis propios ojos cómo numerosos profesionales de cualquier disciplina se recuestan en un título como garantía de sabiduría certificada y para forever and ever. Y como solo creen saber de eso que estudiaron, no entienden nada del mundo a menos que la curiosidad los queme por dentro.
Incluso he tenido suerte por la negativa. ¿Nunca les pasó desear algo, que ese algo no ocurra, y al poco tiempo agradecer que no haya ocurrido? Desear un trabajo con todas tus fuerzas, mover cielo y tierra para que ocurra absolutamente en vano y que, tiempo después, ese proyecto se desmorone sin que hubieras tenido posibilidad de rescate. ¿Les pasó? A mí mil veces. La frustración total y todo por no darme cuenta que, en realidad, habría quedado en la lona si es que se me daba. Porque eso de que hay que tener cuidado con lo que se desea, en mi caso, es una ley.
Mis cuestiones psiquiátricas tienen y no tienen que ver con el factor fortuito. Cualquiera podría decirme que no tengo derecho a deprimirme con toda la suerte que he tenido en la vida, pero lo cierto es que no son cosas que yo haya elegido: ni la depresión ni la suerte. Incluso, no hay nada que afecte a la psique en mayor medida que la falta de control. ¿Y qué control podemos ejercer sobre algo que no tiene explicación, como la suerte?
A veces nos encontramos con situaciones que creemos poder manejar y, sin embargo, un factor imprevisto nos desacomoda todos los planes. O el único plan.
Al igual que muchos, en los últimos tiempos me he dedicado prácticamente a un solo plan: el futuro. Como toda unidad de tiempo, el futuro es algo tan subjetivo que para algunos significa una era alejada con situaciones distópicas.
Sin embargo: ¿Han notado que la mayoría de las historias de futuros distópicos tienen un eje en común? Lo que nos parece brutal desde nuestro presente, es la normalidad de esa línea de tiempo hipotética. No importa si se trata de Terminator o del Cuento de la criada, de Los juegos del hambre o de Blade Runner. Incluso puede chocarnos cuando se aborda con humor, como la incomodidad que, al menos a mí, me genera ver de nuevo Volver al Futuro II y la velocidad con la que se condena a un grupo de personas por la abolición del derecho a la defensa en un futuro que para nosotros ya pasó hace ocho años.
El futuro que deseamos como un presente mejorado es la normalidad de quienes pudieron adaptarse. ¿O la nostalgia por tiempos pasados no hace que sintamos que vivíamos mejor sin profundizar demasiado en todos los aspectos?
08, 24, 32, 36, 37 y 41. Mi primer 08 lo firmé a los 36 años. Fue el mismo año en que decidí renunciar a la redacción a la que siempre soñé con ingresar. Vaya paradoja. A mis 32 le dieron la primera vuelta psiquiátrica a mis comportamientos. Y a los 37 me subí por primera vez a un Boeing con destino a Europa.
He conocido Londres, Cardiff, Taipei, Taichung, Edmonton, Varsovia y Regina sin haber gastado nunca un centavo de mi bolsillo, dinero que preventivamente procuré no tener para costear esos viajes. Estuve en un templo budista a dos mil metros de altura de una isla del pacífico, en medio de una reserva luego de cruzar un lago al que llegué en micro, previo viaje en tren bala, tras 36 horas de vuelo y tres trasbordos. Sigo sin poder pagar pasajes, pero lo compenso con esfuerzo y ganas de contar historias. A esa edad me ocurrieron tantas cosas maravillosas que algunas prefiero guardarlas para mí propio disfrute.
Si encontraron aquello en lo que sienten que son buenos, no lo desperdicien, aunque sean los únicos que lo ven. Si no se desarrolla puede pudrirse por dentro nuestro y nos mata en vida. Yo no sé hacer otra cosa que me dé tanta seguridad como esto y ni siquiera sé explicar qué hago. Por eso aún escribo sobre lo que quiero, cuando quiero, como quiero.
Todavía me enojo con el mundo y acepto esa actitud. ¿Existe algo que te haga sentir más vivo que saber que hay cosas que están mal? El enojo es una forma de validar la vida misma. No hay forma de enojarse por cosas que no importan.
Ah, me faltaban dos números. El 24 es la fecha de mi cumpleaños. Y el 41 es un número aún vacío que para mí comienza hoy. Ahí tienen la serie que Lotería de Santa Fe me negó. Y aunque suene contradictorio, no sé si estoy satisfecho con las cosas que se me han dado, porque ninguna estuvo bajo mi control salvo una sola: escribir. Incluso eso requirió de que otras maravillosas personas me hayan dado la posibilidad de aprender a leer.
Quizá tuve suerte en otras áreas. Y quizá el precio a pagar sea que todo me requiera esfuerzo. O, tal vez, ese esfuerzo, esa sensación de que todo cuesta muchísimo más que a otros, sea tan solo una percepción. O un camino para obtener todas esas cosas que creo que me llegaron de pura suerte.